En segundo de carrera decidimos organizar una gala de premios en la universidad. La idea era tan ridícula que hasta tenía encanto: hacer una votación on-line para elegir a nuestros profesores favoritos durante el año y, al llegar la Navidad, darles un polvorón con envoltorio de color oro, plata o bronce a los ganadores. Polvorones porque el bolsillo no daba para más; y porque el sinsentido nos hacía cierta gracia. Así nacieron los Premios Polvorón. Dibujé un par de logos para darle seriedad al asunto, preparamos discursos de agradecimiento y todo quedó bien majo.
Como guinda del pastel, preparé este trofeo de cartón la noche de antes de la entrega, una versión de la función ‘sombrero mexicano’.
f(x,y)=\frac{3\sin(x^2+y^2)}{x^2+y^2}
Y fue un acierto mágico. Resultó que a la ganadora del Polvorón de Oro le encantaban este tipo de funciones, y llevaba meses estudiando movidas de los sombreros mexicanos. Nos comimos los polvorones mientras nos contaba batallitas de los teoremas que había demostrado y de los que quería demostrar. Fue un momento muy especial para todos.
Con el paso del tiempo he podido trabajar junto con algunos de los profesores que recibieron un Polvorón hace años. Y todos me cuentan que recuerdan el premio con mucho cariño. Yo me quedo con una reflexión: algo tan sencillo como dar las gracias de forma sincera (ya sea con un polvorón, un trozo de cartón o solo de palabra) siempre hace ilusión. Y es un superpoder que todos tenemos.